lunes, 4 de enero de 2010

Quizá ha llegado el momento

El que tiene pareja mucho tiempo echa de menos estar solo, el que está soltero le gustaría tener pareja. El que trabaja ocho horas en el mismo sitio le gustaría no tener horarios, el que es liberal le gustaría tener un trabajo estable. Y así con infinidad de facetas de la vida. Podemos hacer esfuerzos para cambiarlo: un viaje, un coche, una casa, una noche diferentes... pero siempre volveremos al mismo sitio donde estábamos. Todo desemboca en la rutina, y es esa rutina la que nos aplasta y nos impide volar.

Quizá sea el propio ser humano el que sufra insatisfacción crónica, quizá sea la propia vida que es así de absurda y no hay más. Quizá la solución sea conformarse con lo que hay, con esos pequeños ratos que nos permiten olvidarnos de que nunca saldrás de ese camino, o como mucho escogerás un desvío, pero siempre tendrás el mismo muro de hormigón a ambos lados y cada vez será más alto.

Quizá sea verdad eso de que la felicidad la encuentras en la sala de espera de aquello que deseas, y que cuando cruzas esa puerta todo lo que esperabas se convierte en otra cosa, en real, para formar parte de esa rutina. Quizá la solución sea dejar de soñar con lo que nos falta y dejar de recordar lo que tuvimos o éramos. Porque quizá sea cierto que la felicidad nunca se tiene, y que tan sólo se desea o se añora.

Pero es que es probable -aunque triste- que la felicidad no exista, o seguramente ya no la quiera. Quizá toca retirarse y dejar de buscarla, para conformarse con un presente tranquilo, sin sobresaltos, con una vida plana. Quizá ha llegado el momento de asumirlo, renunciar y empezar a vivir con los pies en el suelo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Pasión

Podemos cambiar de trabajo, de casa, de pareja, de manera de vestir e incluso de cara. Podemos cambiar de nombre, de nacionalidad, de religión e incluso de Dios. Pero hay algo que no podremos cambiar nunca: nuestra pasión. Lo único que llena la vida de sentido es nuestra pasión.

Existirán los apasionados por el futbol, por las motos, por la bebida, por la lectura, por una mujer o por todas las mujeres. Hay infinidad de pasiones, pero si no consigues levar a cabo la tuya, no esperes ser feliz, tu vida estará siempre vacía.

El secreto de sus ojos, Juan Jose CAMPANELLA

martes, 24 de noviembre de 2009

Periodismo de estar por casa

En tiempos de crisis, los ciudadanos compramos marcas blancas, o renovamos menos a menudo la ropa, o no salimos a cenar a un restaurante. Los gobiernos reducen los servicios o las ayudas o cualquier otro presupuesto. Las empresas, directamente, mandan a miles de personas al paro. Cada actor social tiene sus formas de hacer frente a una situación económica adversa.

En el caso de las entidades deportivas, la solución es deshacerse de gastos innecesarios. En esta selección previa de elementos prescindibles se tienen en cuenta los aspectos puramente deportivos, mientras que los demás penden de un hilo. En esta ardua tarea de limpieza, desempeñado tanto por clubes como por empresas, los periodistas acostumbran a situarse en la cabeza de esa lista de posibles elementos desechables.

Muchos considerarán que el periodismo consiste en teclear frases bien ligadas. De este modo, todos podemos ser periodistas sin pasar por una facultad de comunicación. Y de este mismo modo, más de 5.000 licenciados en periodismo llenan las listas del paro −1.900 más que el año pasado−; siendo así los estudios universitarios con el nivel más alto de desempleo.

Esta desvaloración hacia los periodistas es una consecuencia de una visión errónea del papel de los ‘comunicólogos’. Por ejemplo, en un club deportivo, si un niño marca un gol, encesta una canasta, o un equipo gana un partido, sólo lo sabrán los familiares de los jugadores y algunos miembros o aficionados asiduos a la entidad. Si ese escenario cuenta con la presencia de un periodista, miles o millones de personas tendrán conocimiento de ese gol, canasta o victoria. Es decir, un hecho no existe si no aparece publicado.

A pesar de esta importante función informativa, podemos seguir creyendo que los periodistas no somos imprescindibles. Sin embargo, tal y como sucede en nuestra vida cotidiana, sólo somos capaces de aprender, enseñar, conocer, relacionarnos, si nos comunicamos. De manera extensible al funcionamiento de un club, la comunicación −organizada y desarrollada con profesionalidad− resulta una parte vital dentro de esa estructura. Por su capacidad de adaptación, las tareas de un periodista como miembro de un club pueden ser infinitas.

Las actuaciones para superar una crisis, o sin crisis, pueden ser comprar marcas blancas, no salir de compras o a cenar, colocar diez papeleras en vez de veinte, o doblar el trabajo de un empleado; pero que nunca sea pasar por alto la figura del periodista en una entidad, o por lo menos que no se tome esa decisión por desprestigio a la profesión. Si todos fuésemos capaces de desempeñar de manera competente las funciones de un periodista no existirían las facultades de comunicación, ¿no? Por lo menos, para aquellos que lo intenten o se lo crean, que se paren a pensarlo dos veces.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Un poco de heroína para desayunar

Últimamente me vienen a la cabeza pensamientos indecentes, como dirían los de la túnica blanca. Sin ir más lejos, estaba el otro día en el concierto de mi amigo Carlos y me llamó la atención una anécdota que contó sobre un tema del que habíamos hablado mucho. En boca de este colega: “Tengo un conocido que se mete droga dura y está muy acabado. Hace un tiempo hablé con él y me dijo que le gustaría ser tan grande como nosotros para poder dejar las drogas. Y yo me pregunto: ¿quién es más grande de los dos?”. Ahí acabaron las frases de Carlos, pero mi cabeza siguió dando vueltas hasta hoy mismo.

La sociedad (colegio, papá, mamá, incluso el típico tío que sólo ves en los entierros) nos ha enseñado que consumir drogas es malo. Y yo me vuelvo a preguntar: ¿por qué es malo? Porque te mata o ¿por qué? Y la pregunta que sigue a continuación es: ¿vale más la pena vivir veinte años de vejez o vivir veinte minutos en el cielo? La gente nos empeñamos en alargar la edad de nuestra muerte, pero, en cambio, no nos preocupamos por aprovechar esos años que van pasando. Y no me refiero sólo a meterse droga: hablo de la persona que dejamos de conocer porque tenemos pareja, las fiestas que dejamos de vivir porque al día siguiente hay que ir al trabajo, las tonterías que dejamos de hacer por no quedar mal, las sonrisas que escondemos para mantener un respeto, los viajes que nos perdemos por miedo a no sé qué, los llantos que también escondemos para no dar pena y las miles de cosas que se van quedando en el camino y nunca vuelven.

Volviendo al tema de las drogas, quizá el caso más extremo, seguramente muchos ‘yonkis’ con conciencia no han visto a sus nietos crecer, sin embargo, todos nosotros no habremos experimentado sensaciones límite como ellos. ¿Y qué es lo correcto, o normal, o aceptable? Sinceramente creo que lo de cuidar de los hijos de tus hijos, por ejemplo, no es de esas cosas que den sentido a la vida. Podemos aguantar sesenta u ochenta años, pero dura tan poquito lo bueno del vivir, aquel momento en que sueñas despierto, en que crees que puedes comerte el mundo, en que tu único miedo es dejarte algo por hacer y por eso vives en un presente constante, donde “lo que pase después” tiene importancia cero.

Todos esos miedos que arrastramos -a drogarse, a equivocarse, a no tener un buen trabajo, a quedarse sólo...- son los que evitan que aprovechemos la vida. Como diría alguien de Madrid (recuerdos, por cierto): “el sentido común es la única barrera de los sueños”. Y aunque me cueste reconocerlo, soy demasiado acojonado como para chutarme, pero debo decir que admiro a los que lo hacen con conciencia. Es más, no simpatizo demasiado con aquellos que piensan que los ‘yonkis’ son una lacra para la sociedad. A ellos les recuerdo que; desde los filósofos griegos con las bolas de laurel, hasta Dalí, pasando por Shakespeare y muchísimos más; seguimos admirando las obras de esos ‘yonkis’ que tanto despreciamos luego. Una contradicción más de las muchas que acumula el ser humano.

Ahí lo dejo, para todos los que sigan pensando que tener esposa, un coche familiar, una casa con jardín, una hipoteca de por vida y unos nietos encantadores, les haga mejores personas que esos ‘yonkis’ que llenan muchas de las estanterías de nuestras bibliotecas, o que simplemente vivieron algo por encima de lo que nosotros llamamos “normal”. A ti Carlos, no le des más vueltas, nos tenemos que considerar grandes sólo por tenerlo en cuenta.

domingo, 18 de octubre de 2009

A todas las personas únicas

No son horas para acordarse de nada, pero justo ahora, mientras pensaba en momentos de algunos viajes, me han venido a la cabeza coincidencias que suelo pasar por alto y que me han hecho plantearme muchas cosas.

De mi estancia en Argentina acabo de recordar una de las noches que pasé en casa de la abuela de mi amigo Nahuel. Muy contenta de volver a ver a su familia, se despidió de cada uno de nosotros con un “Hasta mañana si Dios quiere”, antes de irnos a dormir. Esa misma frase pronunciaba mi abuela cuando me arropaba de pequeño antes de apagar la luz de mi habitación. Curiosa coincidencia que se producía a miles de kilómetros de distancia.

También me ha venido a la cabeza la escena de un niño llorando en Londres. Un muchacho, en mitad de la calle, clavado en el suelo sin dar un solo paso, con los ojos cerrados, la boca entreabierta, las manos medio alzadas y un ruidoso llanto como si no existiese nadie más en aquella avenida. La madre, tres metros más alante, pidiéndole que se tranquilizase y continuase caminando. Justo esa imagen se me hace idéntica a los llantos de mi hermana hace unos pocos años.

Final y lamentablemente, aparecen en mi mente los incontables vagabundos arrinconados en las calles de no importa que país. Los mismos rostros de indiferencia por la vida, la misma postura incómoda para pasar largas horas sentados en el suelo, la misma mano levantada y cubierta de mugre, como si nunca se hubiese movido de ese sitio.

Y con todo esto, no quiero decir que Dios exista, que los niños sean niños y que me apeno cada vez que me cruzo con un pobre. Con esto de lo único que me doy cuenta es que hay cosas que son iguales aquí y en cualquier parte del mundo (o por lo menos el mundo que he visitado hasta ahora). Y quizá no sólo sean las abuelas, los niños y los vagabundos los que no cambian se trate del lugar donde se trate; quizá cada uno de nuestros gestos y acciones son imitados millones de veces en millones de rincones del planeta. Parece un poco desolador creer esto, pero seguramente lo que nos hace pensar que somos especiales no es más que un montón de situaciones dentro de la normalidad. Ese regalo especial, ese detalle original, ese día irrepetible, esa noche mágica, esas palabras imposibles, un palo de golf, un coche, un saco... Todo eso, no es más que un espejismo, un querer pensar que somos únicos cuando a miles (o tan sólo a unas decenas) de kilómetros de donde nos encontramos, hay alguien repitiendo lo mismo y pensando que también es especial.

Después de todo esto no quiero acostarme un domingo noche destrozando todo lo que me ha permitido sentirme persona. Lo que sigue dando sentido a cada uno de esos momentos especiales son las personas con quien los compartimos. Porque habrá muchos techos de coche, muchas noches de borrachera, muchos bares, muchos terrados, muchas calles por recorrer..., sin embargo, cada una de las personas con quién vivimos esos ratos inolvidables sí son irrepetibles, no existirán en ningún otro lugar del mundo. Por ello, sigo creyendo que mis vivencias han sido únicas porque las personas con quien las he pasado no las volveré a encontrar en ningún otro lugar. Por haber estado ahí en esos minutos increíbles, gracias de corazón.

jueves, 25 de junio de 2009

Uno de esos días

Cuando alguien acaba su primer año de carrera, lo que suele hacer la primera noche después de exámenes es salir con los amigos y emborracharse. Pues bien, eso es lo que hice. Pero, la siguiente noche, uno (o quizás los más aburridos) tiene uno de esos días: se plantea por qué estudiar esa carrera. La respuesta es difícil, porque siempre que respondes a algo te imaginas lo que vendrá después. En este caso, pienso en mi futuro y me imagino viajando por el mundo, escribiendo artículos sobre lo que sucede por allí donde piso, para luego publicar esos artículos en algún diario serio, como El País.

Pero imaginar algo así es desear el paraíso, y para alcanzarlo no creo que se tenga que estudiar ninguna carrera, aunque periodismo parezca el camino más adecuado para lograr esa meta. Sin embargo, cuando uno se matricula de periodismo, por vocación, es porque ama hacer lo que le gusta (escribir), por más que sean noticias regionales en un periódico de segunda. Como diría Ben Bradlee: “Uno de los placeres del periodismo es que nunca sabes de qué vas a escribir cuando vas al trabajo. Eso es lo excitante”. Y tiene toda la razón. Cuando uno quiere ser periodista de verdad no piensa en pasar ocho horas en una oficina reescribiendo notas de prensa, sino que quiere ir más allá, salir a la calle y saber qué sucede en un mundo loco, quiere llegar hasta el final de sus historias y, sobre todo, se siente la persona encargada de ofrecer a la sociedad un derecho imprescindible: la información. Ser periodista no es sólo un trabajo, y menos un trabajo para ser rico; ser periodista es una forma de vivir. Cuando eliges prepararte para este oficio, estás renunciando a muchas cosas en un futuro, pero no puedes pensar en ello, porque sino ya estás dudando. Por eso prefiero no seguir por ahí.

En periodismo, como en todas las cosas, existen dos caminos: el fácil, agarrarse a la primera oportunidad y limitarse a escalar para lograr un puesto mejor; y el difícil, luchar por cumplir tus sueños. Esta supongo que será la próxima decisión que deba tomar dentro de pocos años. La vida está llena de decisiones y siempre que te enfrentas a algunas crees que es lamás importante de tu vida, hasta que aparece la siguiente. Primero debes escoger si juntarte con unos amigos o con otros, si salir con esa chica o no, si dejarla o no, si tirarse a la supuesta “buena vida” o seguir estudiando, si hacer el bachillerato social o humanístico (el científico y el tecnológico no los haría ni loco, soy muy malo en mates, así que no fue un problema), si hacer una carrera u otra, así hasta llegar a la decisión que deberé tomar pronto.

No obstante, antes de ese momento, creo que tomé la decisión más acertada de mi vida: estudiar periodismo. Y ¿por qué? Porque cuando tenía seis años tuve un esguince de tobillo que me dejó varias semanas sin poder jugar a fútbol. Me pasaba las horas del patio aburrido en la banda, hasta que un día empecé a explicar (o retrasmitir) en voz baja el partido que jugaban mis amigos, ¡y me entretenía! Ahí empezó todo. Luego, con ocho años, descubrí que lo mío era escribir. Me pasaba largas horas escribiendo la redacción semanal que debíamos entregar, sólo para que la profesora leyera la mía en voz alta y todos mis compañeros se entretuvieran con esas historias. Así hasta hoy: estudiante de periodismo y pluriempleado sin cobrar en la mitad de mis trabajos: un “matao” en definitiva. Y todo ¿para qué? ¿Para ser rico? ¿Para ser conocido? ¿Para tener un trabajo tranquilo? No, no y no. Todo eso para que el día de mañana sea la persona que ahora deseo ser, para llevar la vida que hoy me gustaría tener y para levantarme cada mañana pensando que soy afortunado por hacer lo que soñé cuando tenía seis años.

Aprovecho todo este rollo, justo antes de que miles de personas decidan su carrera, porque aunque nadie lea este blog, quiero mandar un consejo al aire: si cuando teniáis cinco, seis o ocho años os gustaba arreglar juguetes, ser mecánicos; si os gustaba salir en todos los vídeos familiares, ser actores y si os gustaba curar los rasguños de los demás, ser médicos. En resumen, la idea es que creo que hay que tomar las decisiones por aquello que sientes (y los sientes con todas tus fuerzas), sin miedo a estrellarte. Mejor intentarlo que no pasarse la vida pensando en lo que podrías haber sido, pero no fuiste ni serás por miedo a salir perdiendo.